Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Hemos llegado al final de nuestras catequesis sobre el Espíritu Santo y la Iglesia. Dedicamos esta última reflexión al título que hemos dado a todo el ciclo, es decir: «El Espíritu y la Esposa. El Espíritu Santo conduce al Pueblo de Dios hacia Jesús, nuestra Esperanza». Este título se refiere a uno de los últimos versículos de la Biblia, en el libro del Apocalipsis, que dice: «El Espíritu y la Esposa dicen: “¡Ven!”» (Ap 22,17). ¿A quién se dirige esta invocación? Se dirige a Cristo resucitado. De hecho, tanto San Pablo (cf. 1 Cor 16:22) como la Didaché, un escrito de la época apostólica, atestiguan que en las reuniones litúrgicas de los primeros cristianos resonaba en arameo el grito «¡Maràna tha!», que significa precisamente «¡Ven Señor!». Una oración a Cristo para que venga.

En aquella fase más antigua, la invocación tenía un trasfondo que hoy diríamos escatológico. Expresaba, en efecto, la ardiente espera del regreso glorioso del Señor. Y este grito y la expectación que expresa nunca se han desvanecido en la Iglesia. Incluso hoy, en la Misa, inmediatamente después de la consagración, proclama la muerte y resurrección de Cristo «¡Ven, Señor Jesús!». La Iglesia está en espera de la venida del Señor.

Pero esta espera de la venida última de Cristo no es la única. A ella se ha unido también la espera de su venida continua en la situación presente y peregrinante de la Iglesia. Y es en esta venida en la que la Iglesia piensa principalmente cuando, animada por el Espíritu Santo, clama a Jesús: «¡Ven!».

Se ha producido un cambio -o mejor dicho un desarrollo- lleno de significado con respecto al grito «¡Ven!», «¡Ven, Señor!». Éste no se dirige habitualmente sólo a Cristo, ¡sino también al mismo Espíritu Santo! Aquel que clama es ahora también Aquel a quien se clama. «¡Ven!» es la invocación con la que comienzan casi todos los himnos y oraciones de la Iglesia dirigidos al Espíritu Santo: “Ven, oh Espíritu Creador”, decimos en el Veni Creator, y “Ven, Espíritu Santo”, “Veni Sancte Spiritus”, en la secuencia de Pentecostés; y así en muchas otras oraciones. Y es justo que así sea, porque, después de la Resurrección, el Espíritu Santo es el verdadero «alter ego» de Cristo, Aquel que ocupa su lugar, que lo hace presente y operante en la Iglesia. Es Él quien «anunciará lo que ha de venir» (cf. Jn 16,13) y lo hace desear y esperar. Por eso Cristo y el Espíritu son inseparables, también en la economía de la salvación.

El Espíritu Santo es la fuente siempre caudalosa de la esperanza cristiana. San Pablo nos dejó estas preciosas palabras: «Que el Dios de la esperanza los colme, creyentes, de todo gozo y paz, para que abunden en esperanza por la fuerza del Espíritu Santo» (Rom 15,13). Si la Iglesia es una barca, el Espíritu Santo es la vela que la impulsa y la hace avanzar en el mar de la historia, ¡hoy como ayer!

Esperanza no es una palabra vacía, ni nuestro vago deseo de que las cosas vayan bien: la esperanza es una certeza, porque se fundamenta en la fidelidad de Dios a sus promesas. Y por eso se llama virtud teologal: porque está infundida por Dios y tiene a Dios como garante. No es una virtud pasiva, que se limita a aguardar que las cosas sucedan. Es una virtud sumamente activa que ayuda a que sucedan. Alguien que luchó por la liberación de los pobres escribió estas palabras: «El Espíritu Santo está en el origen del clamor de los pobres. Es la fuerza que se da a los que no tienen fuerza. Él dirige la lucha por la emancipación y la plena realización del pueblo de los oprimidos» [1].

El cristiano no puede contentarse con tener esperanza; también debe irradiar esperanza, ser un sembrador de esperanza. Éste es el don más hermoso que la Iglesia puede hacer a la humanidad entera, especialmente en los momentos en que todo parece incitar a arriar las velas.

El apóstol Pedro exhortó a los primeros cristianos con estas palabras: «Adoren al Señor, Cristo, en sus corazones, estando siempre dispuestos a dar respuesta a todo el que les demande razón de la esperanza que hay en ustedes.». Pero añadió una recomendación: «Sin embargo, háganlo con dulzura y respeto.» (1 Pe 3,15-16). Y esto porque no es tanto la fuerza de los argumentos lo que convencerá a las personas, sino el amor que sepamos poner en ellos. Esta es la primera y más eficaz forma de evangelización. ¡Y está abierta a todos!

Queridos hermanos y hermanas, ¡que el Espíritu nos ayude siempre, siempre, a «abundar en esperanza en virtud del Espíritu Santo»!

[1] J. Comblin, El Espíritu Santo y la liberación, Asís 1989, 236.

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Saludos

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española. Mañana celebramos la fiesta de Nuestra Señora de Guadalupe. Pidámosle a nuestra Madre del cielo que nos enseñe a confiar en Dios y a ser sembradores de esperanza en el camino de la vida. Que Jesús los bendiga y la Virgen Morenita los cuide. Muchas gracias.
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Llamamiento

Sigo cada día lo que está ocurriendo en Siria, en este momento tan delicado de su historia. Espero que se alcance una solución política que, sin más conflictos ni divisiones, promueva responsablemente la estabilidad y la unidad del país. Rezo, por intercesión de la Virgen María, para que el pueblo sirio pueda vivir en paz y seguridad en su amada tierra, y para que las diferentes religiones puedan caminar juntas en amistad y respeto mutuo por el bien de esa nación, afligida por tantos años de guerra.

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Resumen leído por el Santo Padre en español 

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy finalizamos el ciclo de catequesis sobre el Espíritu Santo y la Iglesia, dedicando esta última reflexión al tema de la esperanza cristiana. El Espíritu Santo es la fuente que mantiene siempre viva la esperanza, es la vela que impulsa a la barca de la Iglesia a navegar por el mar de la historia. Su presencia en nuestra vida nos ayuda no sólo a tener esperanza, sino a irradiarla, a brindarla a la humanidad, que tanto la necesita.

La esperanza es una de las tres virtudes teologales —junto con la fe y la caridad—, porque tiene como origen, motivo y objeto a Dios Uno y Trino. Y estas tres virtudes son la garantía de la presencia y la acción del Espíritu Santo en las facultades del ser humano. La esperanza, por tanto, no es una virtud pasiva, que se limita a aguardar que las cosas sucedan; sino que es activa, porque el Espíritu la impulsa a luchar por lo que se anhela. Dar razones de la esperanza que habita en nosotros es una de las primeras y más eficaces formas de evangelización, y está al alcance de todos. ¡Seamos testigos de la esperanza que no defrauda!

 


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