Mensaje de P. Raniero Cantalamessa

 

Lectura de los Hechos de los Apóstoles 2,14-18 

“Entonces Pedro, presentándose con los Once, levantó la voz y les dijo: «Judíos y todos los que vivís en Jerusalén: Que quede bien claro lo que les voy a decir, presten atención a mis palabras. Estos no están borrachos, como ustedes suponen, pues es la hora tercia del día. Más bien está ocurriendo lo que anunció el Profeta: “Sucederá en los últimos días, dice Dios: Derramaré mi Espíritu sobre todo mortal y profetizarán vuestros hijos y vuestras hijas; vuestros jóvenes verán visiones y vuestros ancianos soñarán sueños. Y también sobre mis siervos y sobre mis siervas derramaré mi Espíritu”.

 

La nueva profecía

¡Derramaré mi Espíritu sobre todos! ¡Jóvenes y ancianos, hombres y mujeres, todos serán profetas!  Estas palabras pronunciadas por Pedro el día de Pentecostés parecen contradecir lo que San Pablo escribe sobre los carismas: «¿Son todos profetas?» pregunta el apóstol a los Corintios, y la respuesta es evidentemente no.  Hay, en efecto, una diversidad de carismas.  Algunos son apóstoles, otros profetas, otros maestros… (1 Cor 12, 28-29).

¿En qué sentido, entonces, Pedro ve cumplida en Pentecostés la profecía de Joel según la cual, en tiempos mesiánicos, todos serán profetas?  ¿Y en qué sentido afirma también el Concilio Vaticano II que todo bautizado debe dar testimonio de Cristo con espíritu profético? (Lumen gentium 35).  La respuesta a esta pregunta nos pone en el camino para descubrir la nueva naturaleza de la profecía cristiana

Anunciando el nacimiento del Precursor, Zacarías su padre dice: «Y tú, niño, serás llamado profeta del Altísimo» (Lc 1, 76) y Jesús dice de él que es «más que un profeta» (Mt 11, 11).  Pero en el caso de Juan el Bautista, ¿dónde está la profecía?  Los antiguos profetas anunciaron una salvación futura; pero el Precursor no es quien anuncia la salvación futura, sino que señala a uno que está presente.

Con las palabras: «¡Hay uno entre vosotros al que no reconocéis!» (Jn 1, 26), Juan el Bautista ha inaugurado la nueva profecía, la del tiempo de la Iglesia, que no consiste en anunciar una salvación futura y lejana, sino en revelar la presencia oculta de Cristo en el mundo.  En su grito: «¡He aquí el Cordero de Dios!» hay la máxima concentración profética; un destello, como de un cortocircuito, o mejor, un arco eléctrico.  Significa: «¿Recuerdas el cordero del Éxodo que tus padres sacrificaron en Egipto, y el manso cordero de Isaías llevado al matadero que no abrió su boca?  Bueno, de lo que todo esto era una figura, está aquí delante de ti.»

En el discurso de Pedro, el día de Pentecostés, esta nueva profecía se amplía del Precursor a toda la Iglesia.  Cuando Pedro dice, «Hoy se cumple lo que el profeta Joel había profetizado», una vez más hay un salto cualitativo, como en la predicación de Juan el Bautista, pero inmensamente más poderoso porque se trata de la Pascua y de la Pentecostés.  Es como si Pedro dijera: Todo lo que los patriarcas esperaban, los profetas anunciaron, y los salmos cantaron se ha convertido en realidad, «se cumple ahora».  «Porque la promesa se ha hecho para ti y para tus hijos» (Hechos 2, 39).

Amado joven, mira el campo y el camino de tu profecía.  Anuncia con tu vida, con tu sonrisa que Cristo está vivo y está presente en el mundo. Que el que dijo: «He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo», ha cumplido su promesa.  El mundo no está vacío; el hombre no es una «pasión vacía».  San Pablo VI, en uno de sus discursos, dijo algunas palabras que se aplican de manera especial a vosotros, los jóvenes: «La Iglesia necesita su perenne Pentecostés; necesita un fuego en su corazón, palabras en sus labios, profecía en su mirada» (Audiencia general del 29 de noviembre de 1972).  Profecía en su mirada! Oh, cuántas cosas contiene esta frase…

¡Jóvenes con una mirada profética!  Dije que la profecía cristiana no consiste en anunciar un evento futuro, sino una presencia en acción, la de Cristo en el mundo.  Esto es cierto, pero no es el único contenido de la profecía cristiana.  En efecto, también consiste en anunciar algo que está en el futuro.  Sin embargo, no un futuro temporal, sino uno eterno.  ¡Consiste en anunciar la vida eterna!  Profetas porque abrimos el horizonte de la vida eterna para los hombres

 

La juventud con una visión

Tengo que añadir una cosa importante.  En este nuevo contexto inaugurado por la venida de Cristo, la profecía no es aburrida ni despersonalizada.  Sí, todos serán profetas, pero no todos de la misma manera.  Hay espacio para una gran diferenciación según el papel de cada persona, así como la edad.  A los ancianos se les reserva el carisma de tener sueños, a los jóvenes, el de tener visiones.

¡Joven con una visión!  ¿Pero qué significa, en este caso, tener una visión?  Significa vivir con un propósito, y no cualquier propósito que termine con la muerte.  Un propósito por el que vale la pena vivir y morir.

¡Una juventud con visión significa una juventud con vocación!  Para saber qué es el hombre y qué es «natural» para él, el pensamiento humano siempre se ha guiado por el concepto de «naturaleza» (physis); es decir, por lo que el hombre es desde su nacimiento: un animal racional.  Pero la Biblia ignora por completo el concepto de naturaleza aplicado al hombre y se basa en el concepto de vocación.  El hombre no sólo es lo que está determinado a ser desde su nacimiento, sino también lo que está llamado a llegar a ser con el ejercicio de la libertad, en obediencia a la palabra de Dios.  El hombre es la vocación!

¿Y qué es lo que el hombre y la mujer están llamados a ser?  Es simple y la Biblia lo repite de principio a fin: ser santo porque Dios es santo.  Hemos sido creados para ser «a imagen y semejanza de Dios»: debemos convertirnos en lo que estamos llamados a ser.  El verbo griego usado en el Nuevo Testamento para «pecado» y «pecar», es amartano, cuyo primer significado es fallar el blanco, no dar en el blanco.  Si no nos convertimos en santos, hemos fallado en el propósito para el que fuimos creados y para el que estamos en el mundo.  Lo opuesto a un santo no es un pecador, sino un fracasado.

El filósofo Pascal formuló el principio de tres órdenes o niveles de grandeza: el orden del cuerpo o de la materia, el orden de la inteligencia y el orden de la santidad. Aquellos que poseen grandes riquezas o gran fuerza o gran belleza física son grandes en el orden material. Los genios, como poetas, inventores, escritores, artistas, son grandes en el orden del espíritu. Una distancia casi infinita, dice Pascal, separa el orden de la inteligencia de lo corporal. Pero una distancia «incomparablemente más infinita» separa el orden de la santidad del de la inteligencia. En este tercer orden, la cumbre absoluta es Jesucristo; detrás de él, y en dependencia de él, la Virgen María y todos los santos. (Pensamientos de B. Pascal)

Este principio nos permite evaluar de manera correcta a las personas y eventos que nos rodean. La mayoría de la gente está estancada en el primer nivel y ni siquiera sospecha la existencia de un plano superior; para ellos lo único que importa es el dinero, el poder y el placer. Otros creen que el valor supremo y el pináculo de la grandeza es el de la inteligencia; por tanto, buscan sobresalir en el campo de la literatura, del arte, del pensamiento. Solo unos pocos saben que existe un tercer nivel de grandeza, la santidad.

Esta tercera grandeza es superior a todas porque se basa en lo más noble del ser humano, la libertad. No depende de nosotros nacer ricos o pobres, inteligentes o menos inteligentes, hermosos o menos hermosos; en cambio, depende de nosotros ser buenos o malos, honestos o deshonestos, santos o pecadores. “Una gota de santidad vale más que un océano de genio”, dijo el músico Gounod, él mismo un genio.

La buena noticia sobre la santidad es que uno no está obligado a elegir entre las tres áreas de grandeza. Está abierto a todos. En otras palabras, uno que es rico, o uno que aspira a ser un atleta, una estrella de cine o de la danza, o un genio de las computadoras, todos pueden buscar la santidad. Y de hecho, ha habido santos en cada una de estas categorías. Basta pensar, en tiempos más recientes para nosotros, en Carlo Acutis, un chico de quince años que murió en 2006 y que ha sido beatificado el 10 de octubre de 2020 en Asís. Carlo Acutis fue uno joven genio de las ciencias de la computación, tanto es así que algunos ahora están pensando en que se lo declare patrono de quienes trabajan en este campo.

No se desanimen pensando que la meta es demasiado alta y más allá de sus fuerzas. Sí, está más allá de nuestras fuerzas, pero la santidad cristiana, antes que un deber, es un don que Cristo nos ha ganado. Lo hemos recibido gratuitamente y podemos recibir la santidad hoy mismo, con la fe y los sacramentos. Porque la santidad nos es dada por la presencia del Espíritu Santo dentro de nosotros y Jesús nos ha asegurado que el Padre celestial da el Espíritu Santo a quienes lo piden. Ánimo entonces, jóvenes de la Renovación Carismática: sean jóvenes de mirada profética, jóvenes que “tienen visiones”.

 

P. Raniero Cantalamessa

O.F.M.Cap.

 

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